Estos días en Londres he podido visitar la mayor exposición retrospectiva del artista suizo y que acoge la Tate Modern. Más de 250 obras en ese lugar en cuyos bajos Alberto Giacometti instaló provisionalmente su estudio un año antes de morir en 1966, y de inaugurar la exposición que sirvió de despedida. Conocido fundamentalmente por sus esculturas de figuras alargadas, fruto de una larga experimentación alrededor de la anatomía humana, Giacometti logró algo así como sintetizar al ser humano; pero antes de llegar a ese lugar tan característico y reconocible transitó casi todas las escuelas del siglo XX.
Ahora vuelve a orillas del Támises bajo un prisma nuevo, una recopilación desde sus pinturas iniciales a esculturas cubistas y surrealistas, donde se ven sus influencias de Picasso, Brancusi o el arte africano. Algo que invariablemente es característico de Giacometti durante toda su vida es su pasión por el rostro y la figura humana. De la cara, ponía especial énfasis en los ojos, a los que atribuía la grandeza de la expresión, por ser de un material brillante y distinto al resto del rostro. Algo que en esta muestra se hace palpable en estilos y materiales muy diversos.